AVISO: La redacción de estos artículos se
realizaron durante la epidemia del COVID-19. Están tipo "novelados"
imitando un antiguo cuaderno de un viajero del tiempo. Para
entretenimiento de un grupo de amigos de Puçol y dedicados a ellos.
Año de Nuestro Señor 2020, noveno día del mes de
abril.
Con un sobresalto me despierto del banco de la plaza
de la cruz de Mislata. El corazón me bombea con fuerza, noto cómo la sangre
fluye por debajo de mi piel. Hago un ademán de llevarme las manos al rosto,
pero están cubiertas con unos guantes blancos, del mismo color que el
cubrebocas. La furia crece en mí por momentos, de un fuerte tirón me arranco
los guantes y los lanzo lejos de mí, sobre el pavimento, al igual que la
cubrebocas. Me froto, me froto con ganas la cara. Quiero lavármela y encuentro
a unos cuantos metros de mí una fuente en la plaza; por suerte, tiene agua.
¿Hasta cuándo tenemos que vivir con esto? Siento que
me va a estallar la cabeza, me tiembla el ojo derecho…
Me hago un pequeño masaje en la base del cuello. A
continuación, muevo los brazos como su estuviera nadando en el rio y me froto
la parte baja de la espalda. Mis riñones están cansando de soportar la carga
del saco con mis pertenencias de viaje.
Suspiro con fuerza, queda menos de una semana para
acabar el peregrinaje. Por haber visitado todas y cada una de las cruces de
término que tiene la capital del Turia.
Busco las escaleras, las bajo nuevamente para salir a
la vía de los carros y continúo recto por ella, hasta llegar a una mucho más
ancha. Leo el letrero azul sobre la fachada de un edificio «Carrer Nou
d’Octubre». Debe estar próxima.
Sonrío con desgana al ver cómo no he errado, allí en
una esquina está la «estación» o como me gusta llamarlo: el embarcadero del
gusano de metal. Bajo los escalones despacio, pues no me quiero coger a la
barandilla, aún no llevo los guantes puesto. Me paro en unos escalones y tomo
aire con fuerza, me cuesta tomarlo y toso un poco.
Por instinto, me llevo la mano al pecho, para
calmarme. Tomo aire muy lentamente y lo expulso despacio. Toso de nuevo. Me
llevo la mano a la frente, parece que no tengo fiebre.
Dios ¿por qué este malestar? Llego a la entrada de la
madriguera y busco la fuente de las estampas donde comprar otro pasaje para las
entrañas de la bestia. Antes rebusco en mi saco, saco la caja de papel grueso y
extraigo un par de guantes que me coloco no sin esfuerzo. Siento cómo me pesan
los pulmones.
Rebusco en mi faldriquera para sacar un maravedí y
medio de esas extrañas monedas. Coloco la estampa en la ranura del artefacto, y
toco el vidrio con inscripciones. La luz brillante y blanca me hiere los ojos y
comienzan a lagrimear, parpadeo varias veces para retirar las lágrimas. Con el
desdén de un gato viejo, voy dando manotazos a las indicaciones de la pantalla,
finalmente con satisfacción veo el letrero de «imprimiendo billete».
Cojo la estampilla y la hago pitar sobre el murete de
metal para que me ceda el paso al interior del embarcadero. Hay dos tramos de
escaleras, uno de piedra como los de toda la vida, el otro son esas que se
mueven solas. No tengo prisa, así que piso sobre el primer peldaño de metal y
dejo que me lleve hacia abajo.
Un escalofrío me recorre el cuerpo, la cabeza la
siento como si tuviera un tamborilero dentro de ella. Tengo que esforzar los
pulmones a que se hinchen tomando aire.
¿Será posible que haya enfermado en ese rato sin la
protección facial? Toso con fuerza, un par de veces. Hay tres personas que se
alejan de mí.
Acabo de caer en la cuenta de que me he metido en el
tren subterráneo sin mirar siquiera dónde tengo que bajar. Me acerco a uno de
los extraños tapices de colores de la pared, el señor que está junto a él
apoyado me mira horrorizado y huye de mi presencia. Debo de hacer mala cara, lo
sé. Vuelvo a toser. Masajeo las sienes buscando así un reposo momentáneo del
tamboreo mental.
¡Maldición! Tengo que abordar otro tren. Pienso en el
chico que me ayudó en aquella ocasión, ojalá estuviera aquí. Sobre todo, hoy
que no tengo la cabeza para pensar mucho. ¿Qué me estará pasando?
Según el tapiz de rutas, tengo que coger el primer
«tren» para llegar al embarcadero llamado Ángel Guimerà. Una vez allí, hacer
transbordo y tomar otro de la ruta amarilla, para llegar a Sant Isidre.
Llega por fin el gusano de metal y me introduzco en
él. Unos pocos minutos después estoy bajando en el embarcadero del arcángel
ese. Espero que me proteja, porque me siento empeorar por minutos.
Un rótulo me indica que tengo que subir las escaleras
en busca de la ruta amarilla. No hay absolutamente nadie. Echo muchísimo de
menos la compañía de mis amigos.
El tener que subir y bajar escaleras hace que vuelva
a toser en reiteradas ocasiones. Busco la calabaza de agua del saco, me quito
el cubrebocas y bebo unos cuantos tragos, poco a poco con cuidado, he
descubierto que me duele la garganta al tragar.
Siento la corriente de aire que hace la bestia cuando
recorre sus galerías subterráneas, guardo la cantimplora en el saco y me subo
en el tren.
No hay absolutamente nadie. Ni un alma. Ni siquiera
esa gente sarracena que me da repelús encontrarme por la calle. Miro el cartel,
tengo que bajar en el quinto apeadero.
No hay absolutamente nadie. Necesito sentir compañía
y lo único que hago es derrumbarme, lloro, lloro en silencio, como si eso me
fuera a importar, si no hay nadie que pueda verme. Los ojos me arden, en la
cabeza siento que me trota un caballo al galope, y los pulmones parecen no
querer hincharse del peso de la ropa que parece oprimirlos.
Cierro los ojos, unos minutos de descanso, por favor.
«Sant Isidre», nombra la dama invisible. Abro los
ojos y recojo el saco del suelo, me lo cuelgo del hombro y salgo al andén. Miro
para la derecha, para la izquierda, por fin hallo la escalera para salir a la
calle. Tal vez el aire fresco me ayude a despejarme, siento como si fuera a
desmayarme.
Consulto el mapa de ruta y veo que sólo tengo que
caminar recto por una calle hasta llegar al pequeño jardín de una iglesia.
Ya llevo medio camino hecho cuando veo unos inmensos
carros de metal rojo y muy largos. Están dispuestos como un rebaño de ovejas.
Sobre uno de sus costales unas iniciales en blanco: EMT. ¿Podré viajar en ellos
algún día?
Unos pocos metros más adelante y llego al jardín.
Busco dónde sentarme, vuelvo a toser. Saco un pañuelo de mi bolsillo y me
limpio las lágrimas de mis ojos. Me pican mucho. Extraigo el pliego de papel y
me pongo a dibujar. Afortunadamente, la cruz de hoy es fácil de trazar. En un
fuste octogonal, alzado sobre una grada circular de tres escalones, se levanta
una pequeña cruz de hierro forjado que rinde homenaje a sus compañeras
desaparecidas. Hay una placa con el año de creación.
Ilustración: Isabel Balensiya |
Apenas estoy acabando cuando se ha acercado un hombre
mayor, y me ha preguntado si me interesaba la cruz. Al decirle que sí, me ha
dicho esta cruz no está en su lugar original. En un principio se hallaba en el
Camino Viejo de Torrente desde 1556, sufrió en la llamada Guerra Civil Española
y que su nuevo lugar se debe a que la restituida en la década de los años 40,
fue derribada por las obras del nuevo río Turia. La que he estado dibujando
data de 1975, pagada por los festeros del Santísimo Cristo de la Fe del barrio
de San Isidro.
La parroquia que tengo delante de mis ojos está
protegida bajo la titularidad de San Isidro Labrador, el hombre mayor me ha
invitado a pasar, pues es su párroco. Yo se lo agradezco. Recojo mis bártulos e
intento a la vez ahogar las ganas de toser en el brazo cubierto con mis
ropajes. Expiro con fuerza aire.
Espero mañana poder continuar mi recorrido…
COMENTARIOS
DE LOS AMIGOS DEL GRUPO CLUB DE HISTORIA DE PUÇOL 9 de abril
2020. Capitulo: Mig Camí
Mari Carmen: Q imaginación tienes
Enriqueta: Espero que el peregrino tenga fuerzas
para continuar con su misterioso viaje.Hasta mañana,Isabel,con tu nueva y
entretenida historia.Gracias
Pilar Alberti: Precioso relato!!Pero
temo de que te has infectado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario