AVISO: La redacción de estos artículos se
realizaron durante la epidemia del COVID-19. Están tipo "novelados"
imitando un antiguo cuaderno de un viajero del tiempo. Para
entretenimiento de un grupo de amigos de Puçol y dedicados a ellos.
Año
de Nuestro Señor 2020, décimo cuarto día del mes de abril.
Afortunadamente
el trasiego de los carros de metal es muy poco, razón por la cual puedo ir
andando por el linde del río de asfalto negro y cruzar el puente de ese nuevo
río.
Ahora
solamente me espera un largo camino, bordeando el río hasta el mar. A la altura
por donde he cruzado, el agua marítima alcanza hasta ese puente, da la
sensación de que por el río fluye el Turia. Pero no es así, eso el Mediterráneo
explorando tierra adentro.
Camino
con mucho cuidado por la zona de tierra entre los taludes del río y la vía de
los carros de metal. A cada paso que doy, voy viendo cómo las plantas
asilvestradas crecen más grandes y verdes, tal vez por la humedad del lecho del
río.
Tengo
la sensación de que estoy en el campo, pero lo cierto es que no es así, entre
las hierbas de este camino improvisado encuentro basuras como las de ayer, y
eso me entristece. ¿Será que no hay un trozo de tierra en Valencia en el que no
haya basuras?
El
agua marrón verdosa que había visto al principio de mi caminar, poco a poco se
va viendo más azul, indicando que hay un poco más de profundidad y de agua. El
cielo azul claro, salpicado con alguna nubecilla de algodón, se refleja sobre
la superficie.
Oigo
el sonido de las gaviotas que ascienden por el cauce en busca de algo de comer
en las aguas o entre las plantas, algún bicho que se convierta en su manjar
matutino.
Encuentro
un tramo del camino en el que, con cuidado, tengo que pasar rozándome entre las
gramíneas secas, cuyas espigas se agitan haciendo un ligero sonido similar al
siseo de una serpiente. Por el otro costado, baladres de flores blancas y
rosas. Observo cómo las hojas están cubiertas de ese líquido viscoso venenoso.
Pasados los grandes setos, mis pies se encuentran con grandes pedruscos
blancos.
Camino
intentando no tropezarme, pues no puedo evitar caminar mientras la vista la
mantengo en el río y sus aguas, que hoy tienen un bonito color turquesa. Los
setos de baladre cada vez se hacen más numerosos. Agradezco haberme tomado el
medicamento para la «maldición de primavera» que hace poco he descubierto que sufro.
El
solecito de hoy invita a caminar, la peregrinación está siendo agradable.
Observo las edificaciones cada vez más extrañas que voy viendo, son una especie
de entramado de vigas blancas de hierro o edificios en forma de arca. Al fondo
veo unas grandiosas grúas, similares a aquellas que vi una vez durante la
construcción de una catedral.
Encuentro
un puente de obra moderna, que sobre el río pasan rápidamente un par de carros
veloces. De ladrillo y hormigón. A su sombre me detengo un momento y extraigo
de mi saco de pertenencia el plano de ruta para consultar cuánto me falta para
poder llegar a la próxima cruz.
Apenas
falta un trecho para llegar hasta ahí, sólo unos cuantos metros más. Tomo un
sorbo de agua de la calabaza transparente y continuo mi caminar.
Me
asombro al descubrir que, nada más pasar el puente, ya no hay baladres ni
vegetación alguna, parecen haber sido arrancados. Aunque sean malas hierbas o
plantas venenosas, con sus flores y verdor proporcionan frescor, es agradable
su contemplación, nos liberan de la opresión de la ciudad, no me gusta que las
hayan quitado. La sensación de exposición a los carros de metal va en aumento.
Me gustaba sentir la protección que me daban las plantas.
Unos
cuantos metros más adelante encuentro árboles, varios árboles que crecen al
borde de los taludes del río. Sus pequeñas hojas verdes brillantes se mueven
tiernas con la suave brisa marítima que llega hasta ellas. El suelo está lleno
de pequeñas manchas de sombra que dan frescor a la travesía. Paso a paso, nos
vamos acercando un poco más. Las tripas empiezan a rugir con hambre. Debe ser
ya hora de almorzar, voy buscando una sombra de esos arbolitos para poder
comer, y es cuando descubro una higuera con sus olorosas hojas verde oscuras,
ese aroma como de miel que desprende hace que se me abra el apetito.
Saco
del interior de mi bolsa unas viandas de viaje y con la navaja voy cortando
pequeños trozos que voy ingiriendo, mientras doy pequeños sorbos de agua.
Contemplo el cauce del Turia que parece un auténtico río, llego de banda a
banda con agua, sobrevolado por los pájaros. Recojo mis cosas y me pongo en
pie, es momento de continuar un poco más adelante.
Seguimos
caminado, el linde del río ya no tiene plantas, ni arbustos, sino que crecen en
las paredes de los taludes, debe ser que sus raíces se extienden para tomar el
agua de fluye por el cauce, tal vez hagan acción desaladora y puedan beber de
ella sin tener problema alguno, la naturaleza es muy sabia.
Es
curioso, durante estos días de confinamiento en que la gente no ha podido salir
de sus hogares, he estado mirando en la
peregrinación que son muchos los animales que han tomado las calles o zonas en
las que antes no podían deambular porque se asustaban del hombre. Las plantas
hacen lo mismo, una vez que el hombre abandona un lugar, ellas se extienden
para cubrir las obras artificiales que este ha realizado, recuperando lo que en
un pasado le fue suyo.
Me
encuentro otro puente, esta vez muy ancho, tan ancho que hace de «establo» para
algunos de esos carros de metal, que aparecen parados en las sombras, paso
rápidamente por su lado, pues no me gustan mucho. El final de la vía para ellos
ha acabado y se extiende una larga calle donde aparecen varados carros de
diferentes colores y formas. Unos más grandes, otros más pequeños. Más altos,
más bajos, más estrechos, más anchos. Además, también hay alguno de esos extraños
«caballos» de metal en los que sus jinetes protegen sus cabezas con yelmos
semejantes a huevos de colores.
Cruzo
un puentecillo que salva la acequia del canal y llego al final a la playa de
los perros de Pinedo, playa en la que hoy no hay ningún galgo corriendo en
busca de palos. Solamente se alza la cruz, la cruz por la que hoy he llegado
hasta ella.
No
tengo prisa ni estoy en mal lugar, por eso con calma busco un sitio donde
sentarme y me relajo durante unos minutos, me quito las botas para descansar
los pies y que les dé el aire y el sol. Además, aprovecho para quitarme también
los vendajes y que se sequen un poco las llagas. Saco el pliego de papel y el
pequeño carboncillo y me pongo a trazar lo que ven mis ojos. Una cruz que se
levanta sobre una base de cuatro gradas octagonales y una columna de la misma
índole. En el capitel, sencillo, están tallados los escudos coronados de la
ciudad de Valencia.
Ilustración: Isabel Balensiya |
No
me extraña lo más mínimo descubrir que la cruz original se ha perdido,
seguramente durante algún conflicto bélico, o por algún acto vandálico, y que
la actual data de 1995, obra del escultor valenciano Jesús Castelló.
La
forma como las antiguas, con brazos trilobulados en cuyo anverso encontramos a
Cristo crucificado y en el otro lado a la Virgen María. También aparecen unos
ángeles entre las nubes. Una bonita cruz.
Guardo el dibujo en
la bolsa y me quedo ahí disfrutando del sol y de la brisa marítima. Esta vez sí
me arriesgo a quitarme el cubrebocas y permito que mis pulmones se inunden con
la brisa fresca del mar, abriéndolos y haciéndonos coger el aire que
necesitamos para proseguir nuestro caminar.
14 de abril 2020. Capitulo: Pinedo
Maria Jesús: Encantador como siempre el
relato
María Esperanza: precioso.
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