AVISO: La redacción de estos artículos se realizaron durante la epidemia del COVID-19. Están tipo "novelados" imitando un antiguo cuaderno de un viajero del tiempo. Para entretenimiento de un grupo de amigos de Puçol y dedicados a ellos.
Solamente he caminado en línea
recta, siguiendo mi instinto entre las calles de ese poblado que llaman
Canyamelar. Lo he cruzado y perdido siguiendo mi olfato el aire fresco del mar
por las calles del barrio llamado Cabañal, sus casas bajas, de las familias de
pescadores, son una muestra de colorido, de alegría y manifiestan la sencillez
con la que una persona puede vivir feliz. Se ve un barrio tranquilo, y aunque,
a días de hoy, no hay nadie por la calle. Intuyo que seguramente no haya mucho
trasiego por él, como lo hay por otros sitios de la ciudad.
Finalmente llego a mi destino: el
paseo marítimo. Me quito el cubrebocas y los guantes, ya no quiero volver a
usarlos más y aspiro con todas mis fuerzas el aire del mar y de un brinco salto
el pequeño murete que quiere contener toda la arena de la playa. Me lanzo a
correr hasta la orilla, todo lo rápido que me dan las botas en la arena, bajo
esta mañana de sol, mis pies fallas a pocos metros de llegar a la orilla del
mar y caigo de rodillas. El destino lo ha querido así.
Suspiro cargando mis pulmones de
aire de mar puro, cojo un puñado de arena entre las manos y dejo que discurra
entre mis dedos, es tan agradable la sensación después de tantos días usando
guantes.
Cierro los ojos y me concentro en
el sonido de las olas durante un minuto, los abro despacio y es cuando
suavemente y la punta de los dedos abro un pequeño hueco en la arena, como una
pequeña tumba. Rebusco en mi bolsa y extraigo el pequeño carboncillo, que me ha
acompañado durante este largo viaje, apenas tienes tres centímetros. Lo pongo
sobre la palma de mi mano y lo cubro con la derecha. Y rezo, rezo a mi manera,
sin invocar ninguna imagen sacra, sino dando gracias a la Naturaleza por
haberme ayudado en mi caminar, por todo lo que he descubierto y por el haberme
conocido un poco más. Esto ha sido una aventura, un viaje en tiempos de
epidemia, dónde aprendes sin querer a meditar en la soledad en la que encierras
mentalmente. Ahora se ha comprendido el sentido de libertad, esa libertad que
tienen las pequeñas cosas, como es poder ir a la tienda a comprar, aunque sea
un simple carboncillo o un poco de tinta para escribir, poder entrar en un
horno y sentir el calorcito o el aroma del pan recién hecho. El tacto frío de
la barra del metro a la que te agarras todos los días para ir a trabajar, el
trasiego del día a día, el ir a hacer tus recados a pie, pues no disponemos de
un carro de metal y recurrimos solo a los gusanos subterráneos cuando hay
necesidad.
Hoy en día vivimos con una
situación acomodada, sencillez, aunque no la veamos. Pues en un solo edificio
podemos encontrar todo lo que necesitamos para vestir o comer, sin tener que ir
en peregrinación por toda la ciudad como lo hacían nuestras madre o
abuelas hace tantos años atrás.
Con un simple teléfono móvil, o
espejo-brújula mágicos, podemos tener el contacto de cualquier persona o conocer
donde está cada cosa, sin necesidad de salir de casa, o de llevar grandes
pliegos de papel con nosotros en los viajes. Vivimos tan cómodamente, que no
nos hemos dado cuenta de ello, hasta que se ha parado el mundo.
Así que, cuando todo esto vuelva a
poner en marcha, cuando puedas libremente salir de nuevo a la calle, saborea y
aprecia todas estas pequeñas cosas que la Naturaleza o tu Dios te proporcionan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario