AVISO: La redacción de estos artículos se realizaron durante la epidemia del COVID-19. Están tipo "novelados" imitando un antiguo cuaderno de un viajero del tiempo. Para entretenimiento de un grupo de amigos de Puçol y dedicados a ellos.
Año de Nuestro Señor 2020, décimo
sexto día del mes de abril.
Esta será la última anotación que haré en este diario.
Me he levantado con ánimo, y feliz,
del jergón de esa posada de la avenida de Puerto, el hostal parecía igual de
limpio que lo fue anoche. A mis oídos llega una música alegre en un idioma
desconocido para mí.
También, escucho el guirigay de las
vecinas, que se asoman por el patio o corrala del edificio, para ponerse al día
de las comadrerías que algunos escriben en esos folletines de desmentidero, con
imágenes vergonzosas de gente popular de la sociedad, con sus escándalos en
momentos de euforia o líos de faldas y hablan
de una tal Rosalía, de su cabello y de otra llamada Estefanía.
El lugar donde he pasado la noche
no es más que una vivienda en esos edificios en forma de arca, pero bastante
decorativo, que se erigen en el camino del Mar. Un piso cuyo propietario
alquila por separado las habitaciones. Ahora, me hallo desayunando en una
cocina de azulejería blanca y naranja, me he sentado junto a la ventana en un
alto taburete y mantengo en mis manos una taza de loza desportillada por varios
sitios y algo agrietada. La infusión de frutos del bosque es una delicia a mi
paladar, al igual que el pequeño bollo redondo y espolvoreado con azúcar, que
para ser un pan quemado no sabe tan mal.
Me despido del dueño del lugar,
recojo mis escasas pertenencias y salgo a la calle. La ruta de hoy puede que
sea un poco diferente.
Tengo que buscar la calle de Pintor
Maella, no queda muy lejos de donde ayer estuve con la cruz. ¡Qué cambio! Ayer
caía la lluvia sin cesar y hoy luce un bonito sol de abril, el ambiente está
fresco, no por la temperatura, sino porque lo siento limpio.
Voy observando los edificios que se
levantan a ambos lados de la calle. Para ser «edificios arca» no los veo tan
mal como los que he visto hasta ahora. No sé por qué, pero la zona de la
avenida del Puerto me está gustado, tal vez dentro de unos años pueda fijar
aquí me residencia…
Llego a la primera meta de la ruta
de hoy, un jardín con un pequeño palacio en su centro, una lujosa villa que
pertenecía al señor de Ayora y por eso el jardín recibe el mismo nombre. Como
no tengo que desviarme mucho del plan establecido, decido atravesar el jardín y
contemplar la fuente con una figura femenina, los bancos invitan a sentarse,
pero no es momento de detenerse. Encuentro unos grandiosos arboles cuyas
extrañas raíces crecen de las ramas y llegan hasta el suelo, me dijeron en una
ocasión que proceden de la lejana, exótica y misteriosa India.
Se oye el gorjeo que hacen las
palomas mientras caminan, alguna mueve el cuello a golpecitos hacia delante,
otras pican por el suelo en busca de comida y las últimas, más allá, alzan el
vuelo entre las ramas de un árbol.
Pego un traspiés en una raíz de esos
árboles; sobresale del suelo y por poco me caigo de bruces al sobre él. Mi
manía de caminar mirando hacia arriba… algún día me matará.
Salgo del jardín y busco ahora la
calle de los santos de Justo y Pastor, la tengo que recorrer hasta el final en
dirección al mar. Sonrío levemente al ver cómo las escaleras de un embarcadero
de gusano de metal se «pierden» bajo el suelo. Qué gran descubrimiento ha sido
ese.
Delante de mí, encuentro un
grandioso edificio de ladrillo rojo, con pequeñas ventanas. En la fachada, con
letras azules, tiene rotulado «Poliesportiu Municipal Cabanyal-Canyamelar». Es
uno de esos lugares donde la gente se reúne a practicar actividades físicas y
cuidar sus cuerpos a la vez que se divierten.
Se trata de la cruz del Canyamelar,
nombre que viene del vocablo valenciano «canyamel» que significa caña de
azúcar, tal vez, porque en un pasado ya lejano en este lugar fueran extensos
campos donde se cultivaban estas caña .
En mitad de la plaza se eleva una
base octogonal formada por tres gradas, sobre ella se levanta un pilar
octogonal que, en cuyo capitel troncocónico, tiene esculpido el escudo de la
ciudad. La cruz es sencilla, de brazos octogonales y acabados con una punta
llamada de diamante. Una cruz simple sin decoración, propia de una zona humilde
de pescadores. Al igual que muchas de las anteriores, fue destruida durante
aquella guerra y sustituida por la que hoy ven mis ojos.
Con estas anotaciones acabo de
completar el dibujo que he hecho de esta cruz. En esta ocasión no me quedo un
rato contemplado el lugar, sino que me levanto de mi asiento, recojo
rápidamente mis pertenencias y voy a buscar otro sitio mejor, para poder hacer
algo que me acaba de venir a la mente.
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